Moda y vigilancia: el ojo que nunca parpadea

Daniela Jubiz

Cuando era pequeña, las cámaras me parecían fascinantes; hoy en día me dan fastidio.

El uso excesivo del lente fotográfico hace que no me sienta libre en ningún momento, de hecho, mi cámara del computador está tapada con un plástico especial y, aun así, me siento observada mientras escribo está columna. 

Hoy, en clase de barre, una compañera grababa todos nuestros movimientos, aunque esto no me incomodaba si regulaba mis movimiento e incluso en anticipación a este hecho me vestí de una manera particular. 

Durante el dolor de una sentadilla y al ritmo de Michael Jacksonese pensé en mi clase de filosofía de décimo, cuando aprendimos sobre Foucault y el panóptico como estructura de control, la verdad, es que en ese entonces, el concepto me parecía una reserva exclusiva para los habitantes de Washington y sus alrededores, quienes frecuentaban cafés cercanos al Pentágono y la Casa Blanca y que por la tanto debían ser observados, pero, hoy mi mente nerd viajo de nuevo al concepto y se dio cuenta que siempre que haya un iPhone con cámara encendida de manera cotidiana, descentralizada y voluntaria, estaré siendo vigilada.

Vivimos en una época donde la vigilancia ya no es un ejercicio vertical, impuesto por instituciones o autoridades, sino una red horizontal y omnipresente y en este marco, la moda deja de ser únicamente un medio de expresión personal para convertirse en un dispositivo de control estético, hoy en día, vestirse ya no es cubrirse o adornarse, sino anticipar la mirada del otro, preparar el cuerpo para el archivo digital que lo seguirá existiendo más allá de la ocasión. 

Cada prenda, cada combinación, cada “outfit” no se agota en su uso material, sino que sobrevive como imagen en el flujo interminable de fotografías, videos y publicaciones, entonces, la ropa se compra no solo para vestir, sino para circular en la economía simbólica de las pantallas.

La presión por ser vistos -y por ser vistos de la “manera correcta”- alimenta tanto el consumo de moda como su fugacidad, bajo está lógica, repetir ropa en la vida offline ya no es problema, pero, repetirla en el feed sí lo es, entonces, así, el imperativo de variar estéticamente se alinea con la lógica del fast fashion y del fast content: consumir, mostrar, desechar, olvidar.

Por lo tanto, está hipervigilancia no es solo restrictiva; también es deseada, ya que de alguna manera, también, queremos ver y ser vistos, medirnos bajo la mirada del otro, participar del juego de aprobación que dictan las redes sociales y bajo esta lógica los influencers no solo son espejos aspiracionales, sino también centinelas estéticas: vigilan lo que debe ser considerado “aceptable” o “deseable” en la vestimenta cotidiana.

La pregunta, entonces, no es si nos vestimos para nosotros mismos o para los demás,  la pregunta es si en esta era de hipervigilancia queda un espacio donde el vestirse pueda escapar a la mirada, un ámbito donde la moda recupere su dimensión íntima en un mundo donde la libertad está siendo controlada.  


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